miércoles, julio 30

(Irene)

Ella no puede decir no. No quiere, no le sale, no sabe, nadie se lo enseñó. Te quiero ver, le dicen, y ella va, se muestra, está. Quiero hablar con vos, y ella habla y escucha, alternadamente, porque ni ella ni nadie pueden hablar y escuchar al mismo tiempo. Y siempre una sonrisa dibujada en sus ojos verdemar, y siempre una palabra para quien quiera recibirla y un abrazo para quien lo necesite y después correr, huir, quedarse sola, porque los demás me abruman, los demás quieren siempre algo de mí, me reclaman, me reprochan, que por qué te vas, si extrañás es injusto que viajes otra vez, le dicen, y ella no sabe bien qué hacer, si quedarse –pero no, tengo que irme, conocer el mundo, experimentar lo inexperimentable, observar, aprehender, absorber y absorber y absorber hasta que ni una partícula más de existencia quepa en mi interior, eso es la vida, esto es mi vida–, o si tomar el avión –mamá vino a verte, está feliz de que hayas vuelto y vos vas a desaparecer así como así, como si no te importara, y a tus hermanos, tus amigos, y todos los que te queremos, ¿vas a dejarnos otra vez con la alegría a medio desenvolver?–. Sin embargo a ella le importa, y cómo, le concierne, hasta le duele, porque los afectos le escarban la piel hasta volverse atormentantes, así los siente a veces, así percibe ella, a tal extremo que a veces tiene que correr y correr y correr en busca de ese lugar donde todo se disuelve un poco (pero sin decir que no, ella no puede, ella no sabe). A veces tiene que arrojarse al mar desde la cúspide de una angustia que ha crecido empujándola casi. Y así lo hace: escondida tras el velo racional de una decisión tomada con el tiempo apenas justo.

martes, julio 29

O

Ah no, ¿la señorita está ofendida? ¿Y se puede saber por qué? ¿Cómo que no está de acuerdo con lo que se le dice? Usted debería saber que aquí se viene a aprender. Sí a-pren-der. Así que no se me haga la agraviada y por favor ponga el culo que se lo acanalamos con paciencia, y no diga que no le gusta. Ni se le ocurra porque aquí usted no corta ni pincha. ¿Que le duele? Relájese que si se afloja lo va a disfrutar más. ¿Vio? ¿Vio cómo la cosa no era tan terrible? Es cuestión de acostumbrarse nomás. Acá todas vienen así, un poco remilgadas, yo eso nunca lo hice, yo de eso no tengo ni idea, después se quejan y llorisquean otro tanto pero al final, déjeme que le diga, al final todas terminan gritando de felicidad. Y cómo les gusta salir en las fotos, sí hasta se calientan mirándose en el espejo. Así que usted pare de protestar de una buena vez y abra todo lo que tiene para abrir. ¿Entendió?

lunes, julio 28

La cheminée de madame Lucienne

La chimenea de madame Lucienne habita un espacio de dos dimensiones, pero ni si quiera se ve. La chimenea existe, bajo la mesada de mármol que la cubre, con un espejo por todo vestido y dentro del espejo, madame Lucienne, gruesa, añosa, leyendo su diario con determinación, como si en ello se le fuera la vida, que ha sido larga para ella después de dos guerras, en ese día, cualquier día de 1953 a las cinco y media de la tarde. Es que sí, son las cinco y media de la tarde, por lo menos eso es lo que el reloj que descansa sobre el mármol parece decir con sus brazos apenas separados (no podrían estar de otra manera a las cinco y media de la tarde). Y hay otro reloj, para no olvidar que el tiempo continúa, aún cuando en la imagen detenida madame Lucienne y su marido –porque a su lado, sentado, el marido de madame Lucienne escucha la radio al acecho de alguna noticia, de alguna información largamente esperada– parecen no prestarle atención alguna. Y allí están, repetidos también sobre la chimenea, en una fotografía de su casamiento donde el vestido de madame Lucienne multiplica la sonrisa blanca de la novia, las flores igualmente blancas que lleva en la mano la mujer alta, delgada y elegante que ella misma fue treinta, cuarenta años atrás, de pie junto a un monsieur cuyo nombre no me ha sido dado conocer. Conozco solamente el nombre de madame Lucienne porque la chimenea, es su chimenea, según Doisneau, y no la de su marido.

No quiero que se desvanezcan y pido un catálogo que contiene la mayoría de las fotos de la exhibición menos ésta, qué lástima, justo falta la que me interesa, le digo a un hombre a quien seguramente le importa un pito qué es lo que me interesa. Entonces vuelvo a observarla y mi mente, hacendosa, toma nota: un par de anteojos; un costurero mínimo rebosante de dedales y carreteles; marcada con el número treinta y cinco, una llave (de qué puerta, de qué cofre); un guarda-cartas con postales enviadas tal vez por algún hijo que emigró huyendo de la guerra o en busca de un destino diferente, quién sabe; el viejo reloj; el espejo y dentro de él, madame Lucienne y su marido, de corbata y tiradores, escuchando, atendiendo, sin saber que en otra tarde más lejana, en Buenos Aires yo los bebería con avidez, mientras siento el tic-tac del reloj detenido clamando por mi propia piel.

martes, julio 22

Zamudio, o la saga de un escritor en potencia

Una mañana, mientras se afeitaba el bigotito, Zamudio se dijo: quiero ser escritor. Y lo repitió en voz alta, convencido, deleitado ante la fuerza arrolladora de esa simple frase con la que acababa de autodeterminarse. Yo quiero ser escritor y voy a serlo. ¿O acaso para ser no hay que querer primero? De modo que Zamudio comenzó por abandonar la tarea que lo tenía ocupado. Un escritor no sólo debe tener bigote: una barba abundante y espiralada va a conferirme aires de pensador, la apariencia de alguien que se dedica a algo mucho más trascendente e importante que afeitarse los carrillos. Zamudio puso especial empeño en cuidar que los espirales de su barba crecieran fuertes pero como al descuido. Dos o tres años después de aquella iluminación matutina lucía una barba bella y abundosa, digna de admiración y objeto de numerosos comentarios femeninos.

Ya había logrado su primer objetivo: parecer pensante.

Luego, decidió que ya nunca más diría “Cae la noche” sino “La noche inmarcesible desciende hasta cubrir la ciudad con una fuliginosa chalina de estrellas” O por ejemplo, no preguntaría “¿Qué hora es?" Y en cambio lanzaría un “Podría usted referirme en qué compartimiento inasible han dispuesto situarse las impertérritas agujas de Cronos?” que, estaba seguro, dejaría pasmados a sus eventuales oyentes. Zamudio pasó largos meses elucubrando frases por el estilo que guardaba en los confines de su memoria. Todo sirve, se decía.

El siguiente paso era estudiar idiomas: se inscribió en un curso de finlandés para principiantes donde le enseñaron hermosas palabras como ajotie kiertää apilankukkaa, que luego intercalaría en sus conversaciones con otras en inglés y francés que aprendió mirando películas. Cuando hablara ahora ya no usaría “A propósito” sino “By the way” ni volvería a decir “Hasta luego” a su amada sino “Au revoir ma princesse”. Cuando quisiera desconcertar, pronunciaría un grave: “Kaikki kuluvat kohta pois”

Por último, Zamudio resolvió adquirir experiencias de vida. Comenzó por viajar a lugares lejanos y exóticos como Bora Bora o Calamuchita; mantuvo conversaciones con toda clase de gentes como un dorado cowboy de Montana o un oscuro lustrabotas de Turkmenistán; experimentó innumerables sensaciones como el Amor, la Piedad, la Ira, la Envidia, el Odio, el Dolor de Juanetes o de Hemorroides y otras muchas; por último, tuvo tantas vivencias sexuales como mujeres, hombres u animales, se cruzaron en su camino, todo lo cual le llevó interminables años de aprendizaje.

Hasta que un día Zamudio sintió, sí, ahora es el momento, ahora soy un verdadero escritor, he hecho todo lo necesario y también lo innecesario, he llenado de sentido cada momento de mi vida, ahora sí, ahora sí traduciré en historias lo que tanto tiempo me ha llevado aprender. Su mano febril tomó la pluma que lo esperaba silenciosa. Un torrente de emociones le golpeó el corazón impiadosamente. Murió a los noventa y tres años sin haber escrito una sola palabra.

domingo, julio 20

Día del amigo

Y para cuándo el segundo, y para cuándo se casan, y para cuándo un bebé, y para cuándo vas a conseguir esto, y para cuándo vas a lograr aquello, y para cuándo la muerte (shhh, no la nombren a ver si se aparece), y así que estás ganando más guita que todas las demás juntas? y tu marido todavía es fiel? y vos para cuándo vas a tener uno?

Preguntan porque es gratis, porque es más fácil preguntar que escuchar y tratar de comprender, porque a nadie realmente le importan las respuestas ocultas tras la inocencia de los signos de interrogación. Preguntan una y otra vez, sin mirar, a corazón cerrado, inquisidoras, fumando unas, bebiendo las otras, y mirá que lindas mis tetas nuevas, quién te las hizo? y mirá que lindo el pelo lacio, dónde lo compraste? y el médico ya dio la orden, a cojer se ha dicho, ya puedo tener bebés, y están usando cremas anti arrugas? y cómo está tu hija? mirá qué cartera elegante, y tu mamá?, y tu papá? superó tu papá la muerte de su madre? ahí anda, bien, ahí está, qué se yo, qué carajo te importa, pero no, si uno lo hace con cariño, amistad es compartir, amistad es preocuparse. Uno tiene buenas intenciones, las mejores, además, ya lo dijimos, preguntan porque es gratis, porque las palabras no tienen peso, y flotan en el aire junto al humo de cinco, seis, diez mil quinientos setenta y tres cigarrillos, y se disuelven en el vino, y me quiero ir, vos ya sabés, me quiero ir de acá no las aguanto más.

viernes, julio 18

Pavana para una infanta en flor

Y después del amor espeso y alocado de horas anteriores, la infanta púsose a pensar en lo que en la noche había acontecido. Ponderó cada minuto a través de húmedos rocíos matutinos y desta suerte escribió ella una poesía, acicateando su memoria adormilada, e intentando, en vano, que el recuerdo no la perdiera entre dulces temblores o melancólicas reverberancias. Tan pronto aclarósele la mente y el corazón ralentizó su ritmo atropellado, continuó la infanta con menesteres aburridos pero no por eso menos necesarios.

Que no, que no, que no, que todavía no.
[Hay tiempo para todo y si no hay se inventa]
Esperá. Esperá. Esperá. Sentí. Esperá.
[Soy arbitraria e insignificante y de repente existo]
Que ay! Que sí! Que sí! Por favor sí.
[Y sin pensarlo hay agua en todos los resquicios]
Que ¿ves lo que me hacés? ¿Quién sos? ¿Quién soy?
[Y gritos, llantos, besos y después, dormirnos]

jueves, julio 17

Limericks for breakfast

Si la lechuga fuera colorada
Y las uvas amarillas y saladas
Lo mismo te querría
Mi amor es grande y fuerte
Créeme, por favor, no son pavadas

Barba Azul mira desde un minarete
Una princesa destiñe una llave
Desafiando al destino
Oteará al asesino
Y Barba Azul le romperá el ojete.

El último se lo dedico a la Rata Cruel:

La tristeza es un mal tan infinito
Que me fatiga la idea de pensarla
Yo igual no le hago caso:
Tranquila fumo un faso
Y todo lo demás me importa un pito

miércoles, julio 16

Soneto con mandarina e hidrocarburos

Por las mañanas yo te canto alegre
Y por las noches te sueño, feliz
Las mandarinas hoy están muy verdes
(Maldita gripe arruinó mi nariz)

Hidrocarburo que pagas mi sueldo
Un homenaje voy a regalarte
Tú llenas caños, estufas, motores
Con fuego alegre y calor de otras partes

Y es por eso que hoy, apacible
Escupo una a una las semillas
De esta mandarina imposible
Mientras gotea la torpe canilla
Y el gas (que es patagónico y rebelde)
Se cuela silencioso en la hornacilla

Es increíble el poder de la inspiración...

martes, julio 15

Chanel No. 5

Ella le cuenta a él que el otro día, frente a unas pinturas incomprensibles, un agudo olor a tierra seca le golpeó la nariz. Fuerte y amargo como las emanaciones de las cosas que en verano se dilatan al calor del sol. Él le explica que, años atrás, escribió sobre lo mismo. Roma, algún museo, o en la calle, un hombre observa a otro de quien se desprende el olor de la tierra como las hojas se desprenden de una rama en el otoño.

Y era invasivo el aroma, apabullante. Ella tuvo que darse vuelta y mirar a ese hombre y asociar la imagen de la persona con su olor y establecer una correspondencia, y volver a observar y a oler y a percibir lo imperceptible, suponer una personalidad a partir del exterior que se manifestaba deliberadamente, gritando: este cabello largo y lleno de nudos, estos pantalones manchados, este perfume de tierra seca y suciedad soy yo, y hoy los traje a pasear al museo, soy distinto, mírenme, huélanme, identifíquenme. Ella miró, olió, identificó y retomó su vagabundeo a lo largo de corredores y salas atestadas de gente.

Y él le pregunta que cómo es que ella es capaz de advertir lo insignificante, desde esa torre de marfil burgués en que su fantasía la tiene acomodada. Cómo es posible que haya notado a un hombre con olor a tierra en un lugar donde apenas se es consciente de los bordes del propio cuerpo.

lunes, julio 14

You have the whole world, in your hands.

Un individuo XX partió a estudiar a la universidad de Harvard. XX venía de un Pequeño País Sudamericano, y cuando llegó al Gran País del Norte conoció realmente la vida. Se admiró ante la diversidad del universo, comprendió la aparente insignificancia de sus orígenes. Observó a los hijos del dinero, a los que hacen la historia, a los dueños del mundo. “The sky is the limit”, le explicaron. “Eres especial. Quienes aquí han llegado son los elegidos, sepan que este es un lugar de privilegio”.

Y es verdad. Son pocos los que pueden arribar a los claustros imponentes de la universidad de Harvard. Son pocos los que tienen la fortuna de caminar por el campus en las tardes heladas de Cambridge, o visitar la biblioteca infinita, u ocupar un asiento en las aulas sobrias de la Law School, las más elegantes de la Business School o las pseudo-progres de la Kennedy School.

XX no podía dar crédito a sus ojos, a lo que le sucedía, el vértigo me envuelve, la vida se me va de las manos, escribía a sus amigos del país latinoamericano. Son tantas emociones, esto es increíble.

Y en verdad eran tantas las emociones que a XX se le confundían los afectos, y no sabía que hacer con ellos, y lloraba y lloraba y lloraba de distancia y soledad. De la misma manera que sus compatriotas lloraban de otras distancias y otras soledades en el calor latinoamericano de la siesta.

viernes, julio 11

En busca del tiempo perdido

Como andaba necesitando un poco de belleza, se fue a pasar la tarde al museo de arte de la ciudad. Allí se sentó un rato frente a una madonna desnuda con un chiquillo deforme colgándole de un pecho. No le pareció que ese fuera el tipo de belleza que su alma buscaba en esos días.

Luego se quedó escuchando un concierto de música de cámara; pero a su lado había un viejo que tosía, y adelante, una señora que masticaba caramelos de dulce de leche como si estuviera asesinando a alguien a quien se aborrece. Se molestó y se fue a un café (uno de los tradicionales, de los considerados patrimonio artístico de la ciudad) a leer por enésima vez a Proust. Se aburrió en menos de quince minutos. Pagó y salió.

En la calle, se cruzó con un muchacho de unos veinticinco años (ella tenía cuarenta). Le pidió fuego. Conversaron brevemente. Ella le rogó lo que jamás debería reclamarse a un desconocido. Lo tuvo hasta gritar de esa felicidad espantosa que embarga a las personas cuando se lanzan al vacío del sexo. Pero nada. Nada. Entonces decidió experimentar. Resolvió que no era belleza lo que andaba necesitando. Se dijo, con un dejo de resignación, que lo que quería era saber el verdadero significado de la palabra “nada”.

jueves, julio 10

Todo bien, Zampponi. Todo bien.

Zampponi está angustiado y no sabe bien por qué. No es un hombre muy mayor ni tampoco está en esa edad en que la piel del rostro es fresca como la de un durazno. Digamos que está como amandarinándosele en la zona de las mejillas.

El año pasado, su madre le dijo que tenía cáncer, que él no debía preocuparse, que la quimioterapia la mejoraría, aunque se le cayeran los pelos y el alma al piso, y aunque después le sacaran un tumor de una tonelada de no se sabía bien donde. No te preocupes, que tu madre va a estar bien, Zampponi, vos sabés lo que hace la ciencia hoy en día.

Más tarde, su hermana, joven, bella y talentosa, le dijo que se había mudado a una casa abandonada en un barrio marginal de la provincia. Le pidió a Zampponi que no se preocupara, que ella y sus dos hijos estarían bien. Que el padre de los niños aún permanecía en la cárcel, que los niños lo veían de vez en cuando. En fin, que Zampponi se quedara tranquilo como las aguas del estanque. No te preocupes, Zampponi, si tu hermana pesa diez quilos menos de los que le corresponden porque no come bien, no te preocupes. No te preocupes si ella no te pide ayuda y si los chicos almuerzan polenta con cucarachas, no pasa nada.

Para la misma época su abuela murió. Zamponni conservaba los más diversos recuerdos, como los deliciosos sandwiches de mortadela que ella le preparaba cuando él no era más que un gurrumín; o los griteríos de cuando él ya no era tan gurrumín y la vieja se le aparecía borracha, cagada, y escupiendo insultos para él, su familia y toda su descendencia. Días antes de su muerte la había visto, senil, y en paz por la abstinencia y por las drogas que le suministraban las almas caritativas del geriátrico donde se alojaba. Luego se accidentó, profirió sus últimos improperios hacia Zampponi y el resto de la humanidad y murió, cumpliendo con las leyes de la naturaleza.

Zampponi lloró saladas lágrimas y continuó con su vida.

Meses después alguien entró en la casa tomada de la hermana de Zampponi y le robaron. Su sobrino se cortó una rodilla con un fierro oxidado, pero no te preocupes que ya le cosieron con hilo de matambre, le duele pero va a estar bien. Lo del robo ya pasó, no te hagas mala sangre. Y no, la casa tomada todavía no la reclamó nadie. Pero quién sabe.

Luego, el hermano de Zampponi, casi diez años menor que él, con la piel fresca como la de un durazno, fue internado con un cuadro de deshidratación. Alta azúcar en sangre. Repetidas inyecciones de insulina. Se desmaya. Vuelve en sí. Se desmaya. Vuelve en sí. Zampponi llama una y otra vez para informarse del estado de salud de su hermano. No te preocupes Zampponi, que tu hermano no se va a morir tan fácil.

Zampponi va al taller literario para tratar de despejarse. Lleva un intento de narración, y sin ánimo de ofender, se lo deshacen en críticas bienintencionadas. Para que Zampponi aprenda cómo se debe escribir un cuento. Que lo aprenda de una vez por todas, si es que fantasea con hacer literatura y si no fantasea también (a Zampponi cada vez le queda menos espacio para atiborrar de sueños inútiles).

A todo esto, la mujer de Zampponi le grita con chillidos de gárgola hipocondríaca cada vez que él, en un descuido involuntario, tira las migas al piso o deja una luz encendida. Y su hijo le falta el respeto y le dice papá sos un boludo.

Zampponi está angustiado y no sabe bien por qué.

La ventana indiscreta

02101972. Tut-tut-tut-tut-tut-tut-tut. Me estoy llamando y me da ocupado. Tut-tut-tut-tut-tut-tut-tut. Me pregunto dónde me habré ido porque quiero hablar conmigo y me parece que no hay nadie. Voy a probar otra vez. 02101972. trruuuuuuuuuuuuuu- trruuuuuuuuuuuuuu. (Ahí llama)
–Hola
–¿Hola J?
–Si soy yo ¿quién habla?
–Yo.
–Ah, ¿qué hacés?
–Acandamo.
–¿Me llamaste por algo?
–Sí, para decirte que últimamente no te soporto, que estoy harta de verte llorar todo el tiempo, que esos arrebatos de furia que te agarran de vez en cuando no te cuadran para nada, que te acuerdes que tenés que terminar de escribir tres o cuatro cosas que están esperando y que, de una buena vez, te dejes de pelotudear.
–Bárbaro. ¿Algo más?
–Sí: que siempre tengas en mente que antes que pseudo-escritora fuiste esposa y antes que esposa madre, y antes que madre hermana, y antes que hermana hija, y antes que hija fuiste proyecto de una voluntad superior.
–Proyecto que se llevó a cabo, por lo que puedo ver.
–Sí, con algunas fallas aquí y allá... pero sí.
–¿Algo más?
–No, nada más por hoy. Te dejo.
–Bueno, gracias por llamar, ¿eh? Siempre tan atenta. Un besito.
–Chau, chau.

lunes, julio 7

Suite para laúd, cítara y viento

Y como se sentía tan desamparada, decidió que para acompañarse se compraría una cítara donde ejecutaría dulces tonadas medievales. Visitó al viejo luthier de la comarca y le encargó un instrumento de madera de cerezo y cuerdas doradas, que acordaron pagaría en veinticuatro cuotas y media.

Una vez que la tuvo se instaló a la vera de un camino abandonado y comenzó a tocar, poniendo en ello todo el sentir de su corazón, los cinco dedos de la mano, y el agitado ritmo de su respiración. De esta suerte nacieron de las cuerdas de la cítara las más embriagadoras combinaciones de sonidos, y poco a poco, fue formándose un grupo de personas y animales a su alrededor. Admirados los hombres comentaban su música y callaban su belleza, porque... ¿quién dijo que las mujeres bellas no pueden sufrir de soledad? Las mujeres, inconfesablemente arrobadas por las melodías, envidiaban su vestido azul abismo y sus zapatos de algodón, porque... ésta de linda, lo único que tiene es la cítara. Los animales, no pensaban nada, porque no está en su naturaleza pensar nada, aunque sí podían disfrutar de su presencia. Tirábanle monedas y flores (los hombres) y algunos tirábanle cartas de amor que ella no leía por no abandonar su arte.

Así pasaron noches, amaneceres y siestas hasta que llegó el trovador del laúd, tocando una zarabanda en si bemol mayor. Sutil como una brisa de mar en calma se acercó a ella y la acompañó en el suave discurrir de la cítara. Se enamoraron enseguida, y tejiendo preludios, fugas y zambas tucumanas, vivieron tan felices como puede serlo una iguana al sol. Pagaron todas las cuotas adeudadas al luthier y tuvieron tres niños que tocaban la mandolina, y una hermosa niñita con los rizos como virulana de oro que era diestra con el trombón a vara.

viernes, julio 4

Ser o no ser

Era tan grande su soledad, que de tan grande no la veía, y al no verla no podía darse cuenta de que su vida se parecía cada vez más a un zapato olvidado en la calle, y al no darse cuenta de lo solo que estaba no llegaba a percibir la melancolía que suele acompañar a la soledad.

Apenas, de vez en cuando, le sobrevenía un cosquilleo en las rodillas, un inexplicable temblor de la mandíbula, o un nubarrón en los ojos que se disipaba enseguida. Pero qué importaba. En definitiva todos están solos cuando tienen que enfrentarse con la idea de no ser, esa que no se comprende aunque uno trate de explicarla de mil maneras diferentes en la forma, pero parecidas en lo inútil del intento.

Era tan grande su soledad. Pero qué importaba.

jueves, julio 3

Ifigenia en Ramos Mejía
(Intento de tragedia griega en la provincia de Buenos Aires, sin diálogos ni yámbicos, pero siguiendo el orden de posibilidad, condición necesaria y verosimilitud indicado por Aristóteles)

Ifigenia salió de su casa esa mañana sin prestar atención alguna a las agujas de frío que le atravesaban las mejillas. Acababa de asesinar a su padre, Hiparión. Y lo había matado porque él la violaba secretamente bajo las sábanas de su lecho en el instante previo al advenimiento de la madrugada.

Ifigenia tomó el tren en la estación de Ituzaingó, sin importarle bien dónde bajaría luego, sin preguntarse si el destino continuaría siendo impiadoso para ella.

La madre de Ifigenia, Melpómene, sabía todo pero callaba como calla una ostra en el momento que la arena le penetra el blando corazón. Ese día, Melpómene encontró a Hiparión inerte en la habitación de su hija y ella misma murió de un ataque de apoplejía. Allí quedaron, uno sobre otro, como una montaña de ropa sucia a la que nadie desea lavar ya. Allí quedaron, sin que Ifigenia sospechara el trágico fin de su madre, y sin que el remordimiento se hiciera presente en su alma desdichada.

Ifigenia inició una nueva vida trabajando como encargada del guardarropa de Pinar de Rocha. Había encontrado finalmente la paz que su familia no había sabido darle y si no era feliz del todo, por lo menos había dejado parte de sus sufrimientos en Ituzaingó.

En una madrugada de habanos y whisky Criadores conoció a Héctor, de quien se enamoró perdidamente. Él la correspondió y se entregaron a la pasión hasta el hastío. Y hasta que se enteraron de que eran hermanos por parte de padre.

Ifigenia y Héctor decidieron quitarse la vida arrojándose juntos a la furia de un tren que pasaba por la estación de Ramos Mejía rumbo a la capital.

martes, julio 1

Música para mis oídos

¡Ah no! No, no y no. Ella no puede concentrarse para leer a Aristóteles cuando a distancia de mesa y media hay un hombre que hace ruido de corneta averiada al tomar café. De ninguna manera.

Mire señor, la poética de Aristóteles refiere cómo el artista efectúa una mimesis de la realidad, y habla de cómo en la tragedia se imitan o representan los caracteres nobles y de altas aspiraciones morales y de cómo en la comedia se eligen aquellos que resultan los más putrefactos y decadentes. Usted no sirve ni para lo uno, ni para lo otro, y lo único que logra es desbaratar mi concentración. ¿Así que por qué no se inyecta el café por vía intravenosa y me evita esos ruidos que tanto me perturban? ¿Con qué categoría de bestia infame está usted tratando de mimetizarse?

Por supuesto que al tipo no le dice nada, y tampoco él lee los pensamientos que ella alberga en su alocada cabecita. El tipo continúa produciendo toda clase de variaciones musicales que la vuelven loca. Asqueroso maleducado nadie le enseñó a tomar café en silencio.
La cuenta por favor.

Así que la pobre tiene que irse con Aristóteles a otra parte mientras, para consolarse, se dice que un día de estos se compra un gato y le pone Aristóteles. O Copérnico, así es un gato de las estrellas.