La cheminée de madame Lucienne
La chimenea de madame Lucienne habita un espacio de dos dimensiones, pero ni si quiera se ve. La chimenea existe, bajo la mesada de mármol que la cubre, con un espejo por todo vestido y dentro del espejo, madame Lucienne, gruesa, añosa, leyendo su diario con determinación, como si en ello se le fuera la vida, que ha sido larga para ella después de dos guerras, en ese día, cualquier día de 1953 a las cinco y media de la tarde. Es que sí, son las cinco y media de la tarde, por lo menos eso es lo que el reloj que descansa sobre el mármol parece decir con sus brazos apenas separados (no podrían estar de otra manera a las cinco y media de la tarde). Y hay otro reloj, para no olvidar que el tiempo continúa, aún cuando en la imagen detenida madame Lucienne y su marido –porque a su lado, sentado, el marido de madame Lucienne escucha la radio al acecho de alguna noticia, de alguna información largamente esperada– parecen no prestarle atención alguna. Y allí están, repetidos también sobre la chimenea, en una fotografía de su casamiento donde el vestido de madame Lucienne multiplica la sonrisa blanca de la novia, las flores igualmente blancas que lleva en la mano la mujer alta, delgada y elegante que ella misma fue treinta, cuarenta años atrás, de pie junto a un monsieur cuyo nombre no me ha sido dado conocer. Conozco solamente el nombre de madame Lucienne porque la chimenea, es su chimenea, según Doisneau, y no la de su marido.
No quiero que se desvanezcan y pido un catálogo que contiene la mayoría de las fotos de la exhibición menos ésta, qué lástima, justo falta la que me interesa, le digo a un hombre a quien seguramente le importa un pito qué es lo que me interesa. Entonces vuelvo a observarla y mi mente, hacendosa, toma nota: un par de anteojos; un costurero mínimo rebosante de dedales y carreteles; marcada con el número treinta y cinco, una llave (de qué puerta, de qué cofre); un guarda-cartas con postales enviadas tal vez por algún hijo que emigró huyendo de la guerra o en busca de un destino diferente, quién sabe; el viejo reloj; el espejo y dentro de él, madame Lucienne y su marido, de corbata y tiradores, escuchando, atendiendo, sin saber que en otra tarde más lejana, en Buenos Aires yo los bebería con avidez, mientras siento el tic-tac del reloj detenido clamando por mi propia piel.
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