jueves, julio 10

Todo bien, Zampponi. Todo bien.

Zampponi está angustiado y no sabe bien por qué. No es un hombre muy mayor ni tampoco está en esa edad en que la piel del rostro es fresca como la de un durazno. Digamos que está como amandarinándosele en la zona de las mejillas.

El año pasado, su madre le dijo que tenía cáncer, que él no debía preocuparse, que la quimioterapia la mejoraría, aunque se le cayeran los pelos y el alma al piso, y aunque después le sacaran un tumor de una tonelada de no se sabía bien donde. No te preocupes, que tu madre va a estar bien, Zampponi, vos sabés lo que hace la ciencia hoy en día.

Más tarde, su hermana, joven, bella y talentosa, le dijo que se había mudado a una casa abandonada en un barrio marginal de la provincia. Le pidió a Zampponi que no se preocupara, que ella y sus dos hijos estarían bien. Que el padre de los niños aún permanecía en la cárcel, que los niños lo veían de vez en cuando. En fin, que Zampponi se quedara tranquilo como las aguas del estanque. No te preocupes, Zampponi, si tu hermana pesa diez quilos menos de los que le corresponden porque no come bien, no te preocupes. No te preocupes si ella no te pide ayuda y si los chicos almuerzan polenta con cucarachas, no pasa nada.

Para la misma época su abuela murió. Zamponni conservaba los más diversos recuerdos, como los deliciosos sandwiches de mortadela que ella le preparaba cuando él no era más que un gurrumín; o los griteríos de cuando él ya no era tan gurrumín y la vieja se le aparecía borracha, cagada, y escupiendo insultos para él, su familia y toda su descendencia. Días antes de su muerte la había visto, senil, y en paz por la abstinencia y por las drogas que le suministraban las almas caritativas del geriátrico donde se alojaba. Luego se accidentó, profirió sus últimos improperios hacia Zampponi y el resto de la humanidad y murió, cumpliendo con las leyes de la naturaleza.

Zampponi lloró saladas lágrimas y continuó con su vida.

Meses después alguien entró en la casa tomada de la hermana de Zampponi y le robaron. Su sobrino se cortó una rodilla con un fierro oxidado, pero no te preocupes que ya le cosieron con hilo de matambre, le duele pero va a estar bien. Lo del robo ya pasó, no te hagas mala sangre. Y no, la casa tomada todavía no la reclamó nadie. Pero quién sabe.

Luego, el hermano de Zampponi, casi diez años menor que él, con la piel fresca como la de un durazno, fue internado con un cuadro de deshidratación. Alta azúcar en sangre. Repetidas inyecciones de insulina. Se desmaya. Vuelve en sí. Se desmaya. Vuelve en sí. Zampponi llama una y otra vez para informarse del estado de salud de su hermano. No te preocupes Zampponi, que tu hermano no se va a morir tan fácil.

Zampponi va al taller literario para tratar de despejarse. Lleva un intento de narración, y sin ánimo de ofender, se lo deshacen en críticas bienintencionadas. Para que Zampponi aprenda cómo se debe escribir un cuento. Que lo aprenda de una vez por todas, si es que fantasea con hacer literatura y si no fantasea también (a Zampponi cada vez le queda menos espacio para atiborrar de sueños inútiles).

A todo esto, la mujer de Zampponi le grita con chillidos de gárgola hipocondríaca cada vez que él, en un descuido involuntario, tira las migas al piso o deja una luz encendida. Y su hijo le falta el respeto y le dice papá sos un boludo.

Zampponi está angustiado y no sabe bien por qué.

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