miércoles, julio 30

(Irene)

Ella no puede decir no. No quiere, no le sale, no sabe, nadie se lo enseñó. Te quiero ver, le dicen, y ella va, se muestra, está. Quiero hablar con vos, y ella habla y escucha, alternadamente, porque ni ella ni nadie pueden hablar y escuchar al mismo tiempo. Y siempre una sonrisa dibujada en sus ojos verdemar, y siempre una palabra para quien quiera recibirla y un abrazo para quien lo necesite y después correr, huir, quedarse sola, porque los demás me abruman, los demás quieren siempre algo de mí, me reclaman, me reprochan, que por qué te vas, si extrañás es injusto que viajes otra vez, le dicen, y ella no sabe bien qué hacer, si quedarse –pero no, tengo que irme, conocer el mundo, experimentar lo inexperimentable, observar, aprehender, absorber y absorber y absorber hasta que ni una partícula más de existencia quepa en mi interior, eso es la vida, esto es mi vida–, o si tomar el avión –mamá vino a verte, está feliz de que hayas vuelto y vos vas a desaparecer así como así, como si no te importara, y a tus hermanos, tus amigos, y todos los que te queremos, ¿vas a dejarnos otra vez con la alegría a medio desenvolver?–. Sin embargo a ella le importa, y cómo, le concierne, hasta le duele, porque los afectos le escarban la piel hasta volverse atormentantes, así los siente a veces, así percibe ella, a tal extremo que a veces tiene que correr y correr y correr en busca de ese lugar donde todo se disuelve un poco (pero sin decir que no, ella no puede, ella no sabe). A veces tiene que arrojarse al mar desde la cúspide de una angustia que ha crecido empujándola casi. Y así lo hace: escondida tras el velo racional de una decisión tomada con el tiempo apenas justo.

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