balada del niño prefecto
no sabe del alivio instantáneo que
producen:
el rascarse
con todos los dedos
o tragar mocos (o bien
escupirlos
o explorar cantidad y/o
calidad mediante el
ordenado par
índice-aujero)
no gusta de hacer ruido
al chupar
el chocolate en que
previamente se ha embebido
una vainilla
no le parece que
ensuciar con postre
una camisa blanca
sea apropiado
ni que un derramamiento
de arroz
en torno a un plato
sea oportuno
desconoce las posibilidades
infinitas
del barro,
del agua,
de la arena
--nunca una guerra o un castillo
o un
chapoteo sobre un
charco
en día de lluvia--
no le dijeron,
por ejemplo, que el pollo
admite ser comido
con la mano
lo mismo que la pizza
e incluso
--horror de horrores--
la ensalada
así,
manipulea el tenedor
con maestría:
parecen los cubiertos
extensiones
de sus
brazos
prefecto es bueno
es sí-
lencioso
prefecto no molesta
a las
visitas
no dice nunca no
nunca contesta mal
ni muestra
en-
ojo
todo es sigilo y pulcritud
todo es Co.-
recto:
los ángulos
los vértices
las circo-
involuciones
jamás moja la tabla
ni las sábanas
jamás se tira pedos
jamás miente
lo adora su madre
hasta el cansancio y
exhibe(lo) como su mejor logro
prefecto ríe
a todos
complaciente:
sus adesmanes
--otra maravilla--
son seña
inconfundible
de las numerosísimas
ventajas
que aparejan
a) el esmero en la crianza de los niños
b) la fé-
rea voluntad de hacer las cosas bien
:como Dios manda
prefecto es, no cabe
duda,
inteligente:
ha concebido
un lavadero
para moscas automático
haciendo de esta suerte
compatibles
a) su impolutez constante
con
b) el respeto que siempre
ha prodigado por todo
y sobre todo
por el ecosistema
--lamentable-
mente
prefecto
aún
no sabe cómo hacer
para lavarlas
moscas(larvas)
sin que se le ahoguen--
en fin,
prefecto es como
todos,
como nadie.
sábado, agosto 28
lunes, agosto 23
poema en alto o qué divertidos son los juegos olímpicos
en el límite de lo
que un pobre
ser humano
puede
ahí donde se monta la garrocha
donde el suelo recibe
con dolor
a la punzante jabalina
donde la bala
se lanza
o el martillo
ahí donde las vallas
respiran el aire
emancipado de los velocistas
ahí en atenas
la ciudad eterna
--qué roma ni qué cuernos--
un italiano danza antes
de largarse a la carrera
antes de desprender
del suelo
su existencia
con intenciones de volar
hacia
las nubes
--de Sebregondi tiene el rostro,
así yo lo imagino
y la imaginación es libre--
ahí es dondeldorado
sueño
se le acaba
pues
se lleva puesta la
varilla
y cae ¡pum!
sobre el colchón azul mediterráneo
--no siempre
los dioses
conceden
sus favores--
ya no le quedan oportunidades
más, ya nunca más
aunque en
un circo
¿por qué no?
tal vez,
quizás.
martes, agosto 17
A la mañana, todas las santas mañanas, empieza la lucha de sacarlos de la cama, el más grande peor, tiene ocho años y está en segundo grado, y el más chico por suerte este año ya va al jardín de infantes, darles la leche, vestirlos y acompañarlos hasta el colegio, todo a sopapo limpio, qué cansadores son los varones, cuando no empieza uno empieza el otro.
Manuel Puig, Boquitas Pintadas.
Una tarde como cualquier otra Matilde ingresa al supermercado empujando carrito y arrastrando niño. Se le traba (el carrito) en un desnivel y la reputa madre ¿cómo puede ser? y forcejea en tanto que el niño aprovecha la oportunidad para emprender fugaz huída en dirección Juguetes & Artículos de Cotillón. Matilde deja el carrito, sigue al niño (llamado Ramiro) y en una magistral carrera lo ataja justo antes de que manotee un robot con luces de colores transformable en dinosaurio como el de tu serie favorita de televisión. Me tenés harta, Ramiro, harta, no sé para qué te habré traído. A este mundo, agrega Ramiro. El carrito ya no está y urge conseguir otro. Lo sube no sin cierta brusquedad (al niño) y le llega como un dardo un qué mina histérica mirá cómo trata al nene, se da vuelta y por qué no te meterás en lo tuyo imbécil para luego continuar su camino hacia el sector Verduras & Frutas. Coteja las manzanas y coloca cinco en una bolsa, hace lo mismo con las mandarinas, las zanahorias y la escarola. En eso está cuando una anciana le dice querida me leerías por favor el precio de la berenjena, cómo no: es dos con cincuenta señora, gracias querida y ahora me dirías el precio del brócoli, sí: uno con setenta y cinco el kilo, muy amable y ahora me dirías el precio de la lechuga, lo que le diría es por qué no se hace un par de anteojos nuevos y se deja de joder vieja de mierda. Matilde da media vuelta y se dirige al puesto donde el muchacho encargado del sector pesa y pega etiquetas con precios en cada una de las bolsas que los clientes le alcanzan. Cuando llega su turno Matilde le pasa las manzanas, las mandarinas, las zanahorias y la escarola y como quien no quiere la cosa suelta un qué bien me vendría que me ensartaras contra la pared bombón, cuando quiera señora: si fuera por mí ya mismo le hago una atención, lástima que una sea casada y no tenga ni un minuto libre, no se haga problema que ya habrá tiempo, eso espero porque hace siglos que no me doy un buen revolcón, se le nota señora –sin ofender–, ¿se me nota? ¡qué horror! te agradezco la intención de todas maneras, ya sabe señora: cuando quiera... ah, y no se olvide de las zanahorias, gracias querido, de nada señora. Cinco pasos más adelante Matilde escudriña un espejo que le ha salido al encuentro y entre cortes de milanesa y cuadril se ve penosamente reflejada : la verdad que esa vaca está mejor que yo. No crea señora, no sabe el estrés que sufren las pobrecitas cuando las llevan al matadero, explica el muchacho de la carnicería mientras acomoda mollejas y chinchulines. Como si una no sufriera estrés. En fin. Con un retraso de diez minutos Ramiro: mamá, ¿qué es un revolcón?, preguntale a tu padre cuando volvamos a casa.
En el sector Perfumería & Artículos de Limpieza Matilde escoge un detergente con colágeno que protege tus manos dejándoles un agradable aroma a caléndula y limones frescos. De espaldas al carrito que contiene la compra realizada hasta el momento Matilde escucha una entusiasta exclamación y su respuesta a saber: pero qué lindo nene qué bien que se porta, qué mirás vieja puta. La mujer así apelada (que no es ni tan vieja ni tan puta) enmudece súbitamente y Matilde amonesta con energía: Ramiro cómo le decís eso a la señora, y la señora: déjelo no es nada. Ramiro cómo le decís eso a la señora, pero si vos le dijiste vieja de mierda a la otra vieja. Prefiriendo hacer caso omiso la vieja en cuestión insiste: de verdad no es nada. Y Matilde: pero cómo no va a ser nada no ve que es un mocoso maleducado, no es tan grave, usted también qué ganas de joder señora: se hace insultar y ahora no quiere hacerse cargo de la situación ¿por qué no lo piensa la próxima vez antes de ponerse a decirle idioteces a un chico?
El rumbo que Matilde sigue es más o menos el habitual y ahora se encuentra comparando el precio de los beibiscuis en la góndola de galletitas dulces y panificados y Ramiro: mamá comprame las de chocolate; o: no, mejor comprame los caramelitos, o: no, mejor comprame alfajores que son los de la promo juntando cinco envoltorios te ganás una bicicleta , dale dale, quiero comer uno ahora, dale mami. No Ramiro que después no comés la comida, pero dale mami te prometo que me como todo el almuerzo. No me prometas Ramiro: no te compro nada porque no tengo plata. Pero mamá: si tenés que pagar todo lo que pusiste en el carrito entonces tenés que tener plata, comprame, comprame. No te compro nada y se acabó. ¿Entonces tenés plata? Basta Ramiro me tenés harta. Llantos. Diez pares de ojos fijos en Matilde pero se puede saber qué están mirando ¿o no saben que los chicos lloran?
Situaciones similares se repiten en los sectores de Dulces & Conservas; Bebidas Espirituosas y por fin en la caja donde Ramiro reclamó nuevamente un paquete de chicles, una caja de confites y una barra de chocolate obteniendo idéntica respuesta en cada una de las ocasiones: "No".
Regresan madre e hijo a su casa donde el almuerzo se desarrolla sin mayores inconvenientes (es decir, el hijo casi no prueba bocado, alega enfriamiento general de la comida y dolor de estómago y termina por robar a hurtadillas un paquete de galletitas de chocolate que su madre había comprado –también a hurtadillas– con el secreto propósito de saborearlas luego de la cena contradiciendo así sus más sólidos principios de abstinencia consumista).
jueves, agosto 12
Diario de un pseuductor
Lunes:
Nunca en la vida tuve constancia para nada. Tampoco veo por qué iba a tenerla ahora. Escribir un diario es una de las cosas más inútiles que uno pueda imaginar. Sin embargo acá estoy. Podría comenzar por decir que hoy es el primer día de una larga sucesión que seguirá a partir de este. Pero eso es obvio. Hacer un recuento de la infinidad de acciones que realizo desde que me levanto hasta que me acuesto tampoco parece ser una tarea demasiado atractiva. No son interesantes las cosas que hago durante el día ¿qué puede tener de interesante una descripción detallada de esas mismas cosas? Lo que seguramente lograría, sería nada más que repetir el tedio que me provocó haberlas hecho.
Lo único que se me ocurre es preguntarme por qué estoy acá garabateando frases sin sentido. Y por respuesta sólo consigo avizorar una especie de vacío mental muy parecido, en otros términos, al tut del teléfono. No el tut-tut de línea ocupada, sino el tut largo, previo a discar un número. O más bien es un tuut.
Esto me hace recordar que tendría que llamar al Holandés. Hace siglos que no hablamos. El Holandés es mi mejor amigo. Por supuesto que ese no es su verdadero nombre. Creo que no viene al caso que lo mencione acá. Además, uno nunca sabe quién puede llegar a leer esto. Con el Holandés nos conocemos desde hace muchísimo tiempo. Es una de esas personas que siempre se obsesiona con alguna idea ridícula.
[Pausa]
Creo que dije que no iba a hacer esto unos párrafos atrás.
Pero también comenté al principio que jamás tuve constancia para nada. Ni siquiera para mantenerme firme en una posición con respecto a algo. No porque deje de pensar lo que pensaba. Más bien ya no me parece tan importante. Así que ahí va. Hoy desayuné en el café de la esquina. Café con leche con un scon, sentado en la barra. Después un cigarrillo. Mientras fumaba me quedé mirando la foto de un escritor que está siempre ahí, colgada. Un tipo con cara de “yo te conozco de algún lado pero no me interesa demasiado saber de dónde”. Tiene los ojos apenas entornados y un cigarrillo en la boca. No sé quién es. Debería saberlo. El Holandés no se cansa jamás de hablar de ese escritor. Pero realmente a veces no presto mucha atención a lo que el Holandés dice. Y tampoco puedo reconocer en mí ningún sentimiento hacia la literatura más allá de esta flaccidez crónica parecida a la indiferencia. Parecida al tut del teléfono. Ahora sí, al tut-tut del teléfono ocupado. Cada vez que el Holandés habla de literatura, yo: tut-tut. Después de desayunar fui a la oficina. Ahí encontré unos cuadernos nuevos que compró la secretaria del jefe. Y ahí se me ocurrió que podía quedarme con alguno. Aparte de eso, no pasó nada fuera de lo habitual, o que merezca unas palabras adicionales. Aunque no, la Morocha estaba un poco triste porque parece que rompió con el tipo con el que estaba saliendo. Celos o algo así. También, el tipo pasaba la mitad del tiempo en el extranjero. Pobre Morocha. La consolaría si pudiera. Cómo la consolaría. Si pudiera. Siempre tiene problemas con los hombres.
Martes:
Segundo día de diario.
Esta mañana, para variar, comí una medialuna en lugar de un scon. El tipo del cuadro seguía ahí, como ayer, aunque hoy parecía un poco más relajado. Un poco más “me parece que ya sé de dónde te tengo visto”.
En la oficina no pasó nada fuera de lo ordinario: chequear correspondencia, llenar formularios, contabilizar los gastos del mes. Bastante trabajo. Pero más de lo mismo.
Bueno. Ya es algo. ¿O no estoy acá escribiendo en el cuaderno otra vez? Sí. Es evidente que estoy escribiendo. Aunque no es evidente por qué estoy escribiendo. Sin embargo no voy a preocuparme demasiado por descubrirlo. El cuaderno es lindo. La birome es suave. No tengo nada mejor que hacer. Además, no soy amigo de andar investigando el significado oculto de las cosas. Eso más bien le gusta al Holandés.
Hoy al mediodía lo llamé y hablé con la vieja. Bueno, la madre. Y dijo que iba a ser imposible que el Holandés me atendiera. Que estaba ocupadísimo. Que el Holandés le pidió expresamente que no le pasara con nadie. Sí. Sí. Pensé yo. Debe estar en estado de trance, el Holandés. Debe estar trabajando en alguna obra monumental. Eso es lo que me gusta del Holandés. Su testarudez. Seguramente va a pasarse toda la semana encerrado elucubrando macanas. A veces se olvida de que tiene amigos. Será por eso que nos llevamos bien, el Holandés y yo. Cuando lo llamo no atiende. Cuando me habla, yo: tut-tut. Aunque si es por eso yo tampoco soy la persona más sociable que camina por la calle.
Esta noche, por ejemplo, cuando volvía de la oficina me llevé por delante a un tipo. Estaba ahí parado, mirándose los zapatos, como embobado. Le dije por qué no mira por donde camina. Aunque no estaba caminando. Digo yo. Qué necesidad de quedarse ahí parado e interrumpir el paso de los que están apurados. No es que yo estuviera apurado. Pero de todas maneras.
Miércoles:
Volví a llamar al Holandés. Inútil insistir. La vieja no lo hubiera puesto al teléfono por nada del mundo. En cambio, se la pasó hablándome de las hemorroides de su hijo y de otras dolencias varias que no vienen al caso detallar. Digo yo. Qué manía es esa de los viejos de hablar de enfermedades. O lo hizo solamente para que no me ofendiera porque el Holandés no quería atenderme.
Creo que voy a ver alguna película. Hoy dan una de romance. Un tipo, mujeres, triángulos. No creo demasiado en el romance, nunca me pareció algo en lo que pudiera verme envuelto. Sexo. Podría ser. Aunque estoy acostumbrado a la cómoda rutina del autoabastecimiento, que por otra parte es bastante práctica. Higiénica, sobre todo. Claro que al final termina siendo como un tuut.
[Pausa]
Seguro. A la Morocha la consolaría sí. Desde que rompió con el tipo ese está como desamparada. También, eso de enamorarse. Como el tipo ese, de varias personas. No. Jamás. Es ridículo.
Jueves:
El desayuno de hoy estuvo bien. Pedí una medialuna para variar. Es bueno probar algo distinto de vez en cuando. El tipo del cuadro estaba ahí. Me pregunto si esa mirada intrigante es producto del humo del cigarrillo que tiene en la boca o si realmente el tipo es así de enigmático.
En la noche salí al balcón a tomar un poco de aire y a mirar las estrellas, cosa que nunca hago. Me gustan las estrellas, lo que pasa es que rara vez me tomo la molestia de ponerme a observarlas con detenimiento. Como la noche estaba despejada se veían bastante bien. Me hubiera gustado saber el nombre de las constelaciones. Estuve un rato largo así, quieto, estudiándolas. Algunas titilaban más que otras. No sé por qué de repente un escalofrío me recorrió la espalda. Tuve la sensación de que no estaba solo. Qué se yo, sentí que me estaban espiando, y no precisamente la vecina de enfrente. Así que entré. La vida contemplativa no es para mí.
[Pausa]
No tengo constancia para nada. Vamos a ver cuánto tiempo más sigo con el diario. Dicen que cuando uno escribe un diario lo hace siempre con la esperanza, inconfesada, de que lo descubran. En mi caso eso es ridículo. No tengo a nadie a quien pueda interesarle leer mi diario. Aunque me pregunto que diría la Morocha si se enterara de las ganas de consolarla que me sobrevienen cada vez que la veo llorando.
Viernes:
Hoy es viernes. Desayuné cafecito con un scon. Nunca entendí bien qué pasa los viernes. La Morocha, por ejemplo, estaba contenta. Parece que conoció un tipo nuevo y que hoy se encontraban. No sé, la gente se pone eufórica. Digo yo. Si toda la semana la pasan esperando el fin de semana, que dura nada más que dos días, y encima el domingo a la tarde se deprimen porque al otro día es lunes y tiene que volver a sus obligaciones, el único día que vale la pena vivir es el sábado. Por supuesto, con la anticipación del viernes. Pero queda una semana un poco reducida.
Por mi parte jamás hago planes para el fin de semana. Puede que salga a caminar por ahí, o que vaya al zoológico, o que lo llame al Holandés.
Sábado:
Desayuno en el café de enfrente de casa. Es extraño, pero cuando desayuno en otro lugar diferente del que lo hago durante la semana, no sé, siento que algo falta. Ah sí. El tipo del cuadro.
Sábado. Sábado. Por supuesto. Practiqué mi rutina de autoabastecimiento. Parece ser que es para lo único que tengo constancia. Yo lo atribuiría a la sencillez del método.
[Pausa]
No es un tema que resulte suficientemente relevante como para analizarlo con detenimiento.
[Pausa]
A veces creo que lo que me diferencia del resto de las personas es que todo me resulta tan fácil. Escribir esto me resulta fácil. Aunque estoy seguro de que mañana ya no voy a tener ganas de continuar. Sin embargo eso es algo que no me preocupa, como jamás podría preocuparle al hipopótamo el hecho de no ser el animal más popular del zoológico.
[Pausa]
Lo bueno de tener un diario es que uno puede permitirse los pensamientos más absurdos. Estoy empezando a pensar que tal vez haya algo más que un tut-tut aquí dentro.
Domingo:
Los domingos tienen ese no se qué de extrañeza. La gente se deprime los domingos. Creo que esto ya lo dije en alguna parte. No es mi caso. El domingo es un día más, como el resto. Con un poco más de horas ociosas que pueden dedicarse a tareas tan inútiles como escribir un diario, leer un libro, o cumplir con rutinas como la del autoabastecimiento. Por qué no. El domingo es un día en el que uno se da cuenta de cosas como qué aburrida es la existencia, qué pocos amigos tenemos, qué sucias están las calles, etc. (Nunca me gustó mucho la palabra etc, pero es práctica, para qué negarlo)
Este domingo me di cuenta de que ya no tengo nada más que hablar con el Holandés. Volví a llamar. Volví a hablar con la vieja. Volví a obtener la única respuesta que parece haber aprendido a dar en su vida. Estuvo muy ocupado esta semana. Además, ahora está con gente. No va a poder atenderte. Antes de que comenzara con la perorata acerca de las hemorroides por supuesto, colgué. Tut-tut.
También me di cuenta este domingo de que tampoco voy a seguir escribiendo este diario. Dije que no tenía constancia para nada. No veo por qué habría de tenerla en este caso. Además, no le veo el sentido. La Morocha jamás va a leerlo.