domingo, diciembre 19

Aquel día dijo: No se lo voy a perdonar jamás. Lo dijo mientras se las aguantaba para no ponerse a llorar, para no admitir que sin el enojo no le quedaba nada. Así, furibunda y con el corazón sublevado, por lo menos le perduraba la ilusión de que su madre escucharía su queja, de que todavía había lugar para el reproche. Su madre había capitulado. Se había dejado arrancar. Había algo triste en esa capitulación que no tenía nada que ver con la perentoriedad de los acontecimientos. Era la ausencia de la lucha: ni siquiera le importó hacerlo por mí, pensaba, no fue capaz de pedir ayuda. Después vino la muerte y se encargó del trabajo sucio, del resquebrajamiento minucioso. Era posible sentirla en su quehacer. Era posible ver cómo su madre se entregaba, total para qué. Total para qué mamá: hoy es la misma historia, el mismo sello con diferente tinta. Hoy vos te dejás ir y yo tengo ganas de insultarte, sí, de apuñalar tu estupidez, tu grandísima estupidez. Entregaste tu cuerpo hace rato, como si el desgarramiento de los cinco partos que la vida te impuso no valiera nada; como si los embarazos con que fuiste coronada reina y señora --tu más preciada carta de presentación, tu orgullo primigenio-- no fueran más que una anécdota biológica en el devenir tu vida. Dónde quedó la bronca tuya. Dónde dejaste el recuerdo de la impotencia que te enloquecía al ver a tu mamá disuelta en el barro de su enfermedad. Dónde. Porque si te acordaras, no harías esto. Si te acordaras, habrías gritado a tiempo, no me habrías dejado este terror infinito a la repetición. Y ahora escribo y no derramo ni una sola lágrima. Mi llanto es este párrafo en que me reflejo sin mirarme para que el susto no me acorrale demasiado temprano. Papá dijo: tu madre no está bien, vos nunca preguntás por la salud de tu madre. No pregunto porque ustedes callan. No pregunto porque ya me sé el cuento de memoria.

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