Tomo sol, me tomo al sol. Mientras garrapateo frases que no mías en libreta y me recuerdo: pasándole la lengua a las paredes en: Sevilla, Granada y dónde más. A hurtadillas, sin que nadie se entere de lo absurdo de mi cometido. Eso: desenmantelar el gusto de la piedra. O apoyarme las mejillas en el suelo, o hacer columna-brazos narizaplastada, o recostarme los omóplatos al piso y releer los techos del Alcázar, querer pertenecer a gineceos de otras épocas, pensar en cómo habría música en la respiración de la odalisca complaciente y dónde desvergüenza y el califa y cuánto. La experimentablución del centro sensorial, el aprehender, quererlo todo. Entonces en los viajes abrazarme a las estatuas, replegarme contra un muro y procurar sentir al tiempo --ese paciente horadador, el que no larga prenda--. Caerme en un lugar comunidiota, abandonar las piernas y las manos. Sublevar la vista y no, por qué sólo mirar (odiar con empecinamiento montaraz a los carteles de esto no se puede, aquello está prohibido, estotro reservado para el personal). Tocar. Oler. Dejar al cuerpo ir por lo suyo. Decir: yo quiero ser la piedra medieval, la piedra que se cuece al sol, la que se enfría y resquebraja aguantadora, la del peso de los siglos, la que en la eternidad se ablanda o se hace polvo y al final perece, la piedra contra la que se aman los unos locamente, contra la que se matan inútilmente otros, la desgarrada piedra del torreón. Decírmelo furtiva en el silencio de la con-templación, sin que se note mi voracidad, sin que se sepa y en el mientras tomar fotos para un álbum que no importa.
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