Soy el badajo de la campana, contestó el hombre del casco, ese es mi trabajo aquí en el convento. Le explicó a Pedro que debido a la prosperidad de que gozaba la industria en el pueblo y alrededores, el badajo anterior había sido donado para una fundición; dada la importancia de la campana se declaró crucial el reemplazo del badajo y era por eso que él llevaba ese casco en la cabeza. Le mostró cómo por medio de un complicado arnés se ataba de los pies y cómo se balanceaba de manera de producir esos tañidos tan especiales que Pedro había escuchado al llegar al pueblo. El hombre se sentía orgulloso: en honor al progreso se había creado ese puesto y aunque no fuera lo que él soñó, estaba conforme ya que resultaba mucho mejor que otras tareas en las que había trabajado. A Pedro le pareció que, después de todo, había valido la pena quedarse en el pueblo: seguramente habría algún empleo esperando por él. Así se lo manifestó a su compañero. Por supuesto que encontrará trabajo, le dijo el hombre mientras se lustraba el casco, es posible que aún queden vacantes en la plaza. Los bancos de la plaza antes eran de hierro pero también ese hierro se había donado a la fundición como tantos otros objetos y era necesario asegurar el correcto funcionamiento de los espacios públicos de esparcimiento y recreación. Él mismo había sido banco de plaza: podía resultar agradable si se sentaba alguna señorita, pero cuando el que se acomodaba repantigadamente a pasar la tarde alimentando a las palomas era un jubilado, la situación adquiría otro cariz. Era sabido que en el pueblo las señoritas no acudían a la plaza puesto que estaban demasiado atareadas por lo que el hombre había decidio hacer de badajo tan pronto se le presentó la oportunidad. No obstante, para empezar, no estaba nada mal y si Pedro no se oponía, él podría contactarlo.
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