martes, octubre 26

en un lugar una mancha...

Entra en la confitería, elige una mesa que en realidad lo eligió a él quién sabe hace cuánto. Espera que le traigan el café con dos medialunas de manteca, por favor, pedido ocioso que jamás termina porque las medialunas de este bar son demasiado dulces y se pegotean irremediablemente en los dedos. Nota mental: la próxima pedir de grasa. Pero se le olvida o el mozo se anticipa cada vez con el consabido ¿lo de siempre? Y bueno, para qué rectificar, así de inoperante se ha vuelto su voluntad y tener una voluntad inoperante es lo mismo que no tenerla. O casi. Abre el diario. Ah, otro secuestro y continúan. Podrían secuestrarlo y él nunca se daría cuenta. Moroso, sacude el sobrecito del azúcar por el ángulo: ahí nomás ve la mancha en la taza, una mancha de rouge, imperecedera, coralina. Ha resistido, la pobre, los embates de esponja y detergente, la disciplina del lavacopas. O bien: en este lugar no se limpia la vajilla como Dios manda. De todos modos a Isidro no le interesa elevar queja alguna por la evidente falta de higiene, al contrario, en cierta forma le agrada esa negligencia de bar de mala reputación. Prefiere ponerse a imaginar, a tratar de reconstruir la boca que pudo haber dejado la mancha en el filo de la taza: la presión leve de los labios sobre la porcelana tibia, los surcos verticales impresos con indulgencia, tal vez luego de unos sorbos, cuando el café se hubiera enfriado un poco, el sabor del rouge mezclado con café, con la saliva de la autora. Se empeña en recorrer el camino que lo lleve de la taza a la mujer, de la huella casi imperceptible a la carne, a la sustancia genitiva. Una mujer como Manuela, por ejemplo, nunca podría acreditarse esa clase de mancha porque ella no se pinta la boca ni aunque se lo rueguen. Isidro piensa en el rastro que desparraman los caracoles sobre las hojas de las plantas, tal vez la boca de esa mujer equis tuviera la consistencia de uno: la blanda humedad de un caracol de tierra. Equis, querida, tus labios son de una molusquez arrebatadora. Vuelve a la mancha y se le eriza la piel. Se apuercoespina. Pensar que esa mujer extraña ha dejado aquí su sello, Equis, para que yo edifique su presencia, su precaria humanidad. Como una gota de sangre o una de orín que a la deriva cayera por el mingitorio. ¿De orín? Absurdo: nunca le hubiera interesado construir la imagen del dueño de la gota. Revuelve el café. Toma un poco, del lado de la mancha, y se demora voluptuoso hasta que cómo va la cosa, Isidro, y se desarma. Eh, bien, manchando. Equis se le desvanece en pleno sobresalto. Pero la mancha sigue ahí, imperturbable.

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