jueves, septiembre 30

Una vez sorteados los ciento cincuenta escalones que lo llevaron a la cima -había notado que la escalera se desplegaba en sentido contrario a las agujas del reloj- Pedro se detuvo frente a un nido de palomas e hizo una reverencia por si acaso su presencia les incomodara. Desde el campanario se veían casi todas las calles y callejas del pueblo, lo que constituía una gran ventaja con respecto a otros alojamientos: le permitiría irse habituando a la geografía del lugar desde ahora, así cuando consiguiera trabajo, nunca llegaría tarde.

El aire era fresco y estaba cargado de un denso olor a tormenta que demoraba en largarse. Pedro respiró profundamente y se felicitó por haber pedido que lo dejaran quedarse allí: la vista era inmejorable, estaría al resguardo del viento y la lluvia y la tarifa resultaba muy conveniente a lo ajustado de su bolsillo. Mientras así pensaba, acomodó su bolso en el suelo, y usándolo a modo de almohada se dispuso a dormir.

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