lunes, abril 12

Trata de explicar por qué hoy (a sabiendas de que hoy no dura para siempre) no elegiría ciertos temas. Trata de enumerar las razones de su aparente silencio. Dice: y no es porque no quiera, yo no descarto -en principio- ningún tema. Habla del compromiso con lo escrito, de la sumisión a la obra (o por lo menos, a su intento), de la constante amenaza de lo trivial, del temor a no saber manipular una realidad que le parece demasiado dolorosa. Se enreda en la espiral de unas ideas que creía tener claras pero ahora se muestran imposibles, inexpresables. Pregunta una y otra vez si se comprende lo que dice. Le contestan que no. Frustración. Resignación, tal vez.

Más tarde lee:

“[la obra] está rozando constantemente los límites de la locura, que se introduce no por la propia catástrofe [..] sino por esa esquizofrenia moral, por esa escisión, no de la conciencia, sino de la conciencia moral. La escisión entre el que sufre y el que escribe”

“La racionalidad del proceso creativo presupone cierta racionalidad de las emociones. O la tan traída y llevada frialdad de las reacciones. Y esto es lo que enloquece al autor”

“Cuando escribes, tratas de hacerlo lo mejor posible, o sea, te subordinas a las exigencias de la musa, del lenguaje, de la literatura. Y lo mejor, esto no es siempre lo verdadero. O mejor, esta verdad es mayor que la verdad de la experiencia. Es decir, tratas de crear un efecto trágico de una u otra forma, con una u otra línea, e involuntariamente, pecas contra la verdad ordinaria, contra el propio dolor”

Y contra el ajeno, agrega y se asombra (o no) cuando reconoce lo que no le fue dado desentrañar de entre el tumulto de sus pensamientos.

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