Trata de explicar por qué hoy (a sabiendas de que hoy no dura para siempre) no elegiría ciertos temas. Trata de enumerar las razones de su aparente silencio. Dice: y no es porque no quiera, yo no descarto -en principio- ningún tema. Habla del compromiso con lo escrito, de la sumisión a la obra (o por lo menos, a su intento), de la constante amenaza de lo trivial, del temor a no saber manipular una realidad que le parece demasiado dolorosa. Se enreda en la espiral de unas ideas que creía tener claras pero ahora se muestran imposibles, inexpresables. Pregunta una y otra vez si se comprende lo que dice. Le contestan que no. Frustración. Resignación, tal vez.
Más tarde lee:
“[la obra] está rozando constantemente los límites de la locura, que se introduce no por la propia catástrofe [..] sino por esa esquizofrenia moral, por esa escisión, no de la conciencia, sino de la conciencia moral. La escisión entre el que sufre y el que escribe”
“La racionalidad del proceso creativo presupone cierta racionalidad de las emociones. O la tan traída y llevada frialdad de las reacciones. Y esto es lo que enloquece al autor”
“Cuando escribes, tratas de hacerlo lo mejor posible, o sea, te subordinas a las exigencias de la musa, del lenguaje, de la literatura. Y lo mejor, esto no es siempre lo verdadero. O mejor, esta verdad es mayor que la verdad de la experiencia. Es decir, tratas de crear un efecto trágico de una u otra forma, con una u otra línea, e involuntariamente, pecas contra la verdad ordinaria, contra el propio dolor”
Y contra el ajeno, agrega y se asombra (o no) cuando reconoce lo que no le fue dado desentrañar de entre el tumulto de sus pensamientos.
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