viernes, enero 16

Y se hizo la luz. Bah.

No sé bien cómo pasó, pero yo antes creía, de eso estoy seguro. Y era algo tan cierto como que de un día para otro me dejó de gustar el melón. Cuando era chico me encantaba el melón: le chupaba el jugo despacito tratando de no chorrearme demasiado y después, cuando ya no le quedaban casi gotas, dejaba que la carne se deshiciera en mi boca y ahí nomás me lo tragaba. Ahora ya no me gusta para nada. Hasta casi diría que me da asco. Con lo otro, no es que me dé asco, ni que me produzca una aversión particular, pero qué sé yo, la cuestión es que ya no creo y no veo que haya forma de solucionarlo. Aunque no estoy seguro de que se trate de algo que necesite solución. Dicen que cuando uno llega a una determinada edad comienza a darse cuenta de cómo son realmente las cosas, de que todo lo que antes parecía. Parecía. En realidad, ya no interesa. Una mañana me desperté después de una noche sin sobresaltos y ahí en el aire de la habitación, mezclado con el perfume de Daniela que dormía a mi lado, sentí la presencia de la duda. Al principio fue apenas perceptible, pero con el correr de los minutos se transformó en un olor denso, como de tierra seca, estéril. No era en especial desagradable, pero se me hacía pesado, voluminoso, e irremediablemente se interponía entre Daniela y yo. O entre el resto del mundo y yo. Yo sabía que lo que me pasaba no tenía nada que ver con ella: lo nuestro funcionaba bien, nos veíamos exclusivamente para eso y no había nada que se pudiera agregar o quitar en nuestra relación. A Daniela no parecía importarle mucho lo que ella misma llamaba “la reducción de la posibilidad del amor a una mera transacción comercial”; así que yo no tenía por qué preocuparme: después de todo era este tipo de intercambio el que nos mantenía a una distancia prudencial --aunque no demasiado lejana-- de la más completa y absoluta sensación de soledad. Pero no era en esto en lo que estaba pensando hace un momento. Lo que me asombra es que ya no creo. Y antes creía. Por supuesto que al principio no tenía plena conciencia de que algo había cambiado. Hasta esa mañana en el dormitorio con Daniela (y es raro decir con Daniela porque ella no se dio cuenta de nada, ni de lo que yo percibía como una presencia, ni del olor a tierra y a desierto, ni de la inminencia de mis inquietudes). La observé durante un rato: tenía la espalda descubierta, el pelo pegoteado con el sudor de la nuca. Puse mi mano en el hueco de su cintura, ella es real, pensé, vive. Y quise tenerla. Y la tuve, casi dormida, amablemente, dentro de lo amable que se puede ser en algo que tanto encierra de brutalidad y desesperación. La tuve, como siempre, y ella se dejó y se hizo oír y después siguió durmiendo. Sentí miedo. No por ella, ni por nosotros, no. Tuve pánico. Entendí lo que tenía que entender.

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