Carta del Padre Antonio Durán Valdez para Amelia, antes de que sea tarde, antes de que lo agarren por la calle y le afanen la biblia y la billetera, o "Antonio ¿cómo podés ser tan pelotudo?"
Amelia, querida voz,
El silencio es necesario para la música como el aire lo es para el fuego. He permanecido en quietud, que no es tal, porque no hay verdadero silencio en mi interior como no hay silencio en el vacío aparente de una caracola marina. Es que he estado dudando de mí mismo. He estado dudando de mi historia. Yo voy a contarte Amelia, porque confío en vos.
Yo quise ser compositor. Quise crear un universo que terminó por devorarme. Comencé a estudiar música cuando era niño. Supe leer y combinar sonidos antes que balbucear la lengua en que te hablo a vos. En casa había un piano y frente a él me sentaba y en él inventaba y me dejaba ir en torpes melodías mientras mis hermanos y mis primos corrían en el parque. No me entendía bien con ellos, excepto con Marcos, mi primo mayor.
A su tiempo, mi madre me llevó al conservatorio donde estudié piano, armonía, contrapunto. A los dieciocho años gané una beca para ir a la Sorbona. Fui testigo de los últimos años de Nadia Boulanger, Amelia. Te lo cuento y tengo la impresión de estar hablando de una vida que no fue la mía.
En Paris conocí a Lucienne, que era violoncellista. Era pequeña, graciosa y llena de vida. Uno hubiera creído que tocar el violoncello era una hazaña imposible para una mujer de su contextura. Sin embargo cuando presionaba sus piernas delgadas contra la madera no había nada que pudiera hacerme dudar de su poderío avasallante. Hacer música de cámara es como hacer el amor, me dijo un día. Me enamoré perdidamente de Lucienne, Amelia. Como nunca me había enamorado. Como nunca volvería a hacerlo después.
En esa época yo sentía una pasión inexplicable por Webern, por Alban Berg, por Schönberg: quise rescatar el dodecafonismo del caos en que había sido enterrado por la incomprensión humana. Pero quise demasiado. Mis obras resultaban impenetrables, mi voz interior inaudible. Llegué a discutir con la Boulanger porque decía que debía ocuparme de la música, por la música misma y no por mis pueriles ambiciones de gloria. La verdad es que no progresaba y el amor por Lucienne me consumía. Componía para ella. Dúos. Música de cámara. Un concierto para violonchelo y orquesta. Ella parecía no darse cuenta de mis esfuerzos, como si fuera natural que un hombre le dedicara toda su obra, todo su tiempo, toda su pasión. Lucienne y la música eran para mí la misma cosa. Se habían fundido en una sola obsesión que me estaba volviendo loco.
Ya no quiero aburrirte, Amelia. Perdoname el silencio y la falta de claridad. Pienso en vos, mucho. Aún no me has dicho cuál es la tierra que te vio nacer o por qué la antropología parece resultarte indiferente.
Espero tus palabras. Respeto tu silencio,
Antonio Durán Valdez
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