Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas bajel de escamas
sobre las ondas se mira,
cuando a todas partes gira
midiendo la inmensidad
de tanta capacidad
como le da el centro frío
¿y yo con más albedrío
tengo menos libertad?
El hombre despertó, o casi, o creyó que despertaba, y es que nunca había dormido, estaba ahí, sí, en el extremo sur, todo él concentrado en el vértice del, sí mi amor, se sofocaba entre los labios de Mireille, solícita, indulgente, generosa –ella sabía lo que hacía: ella sabía bien– el pelo rubio encandilándolo aún cuando él no la miraba, porque él nunca miraba, solamente imaginábase la boca de la rubia trabajar ahí, sí, así mi amor, ¿mi amor?, mi perra (lo pensaba pero no), ahí mi amor, así, y ella que ya se había bebido la primera gota transparente y que seguía, no se cansa nunca, querés más, y él que creía desarmarse, qué diría tu madre mi querido nunca, nunca así con tu mujer, nunca eso con tu Gloria, y qué nombre te pusieron vieja, Gloria, qué ridículo, la Gloria nunca supo, nunca quiso, gloria es esto, así, así, así, Mireille sabía cómo, cuándo, dónde y es que de eso se trataba, sí mi amor, de conseguir una perrita como ésta, una lengua como ésta que supiera del lugar en que se esconde, sí, y que no pida nada, bah, así, mi perra, así, y el hombre que se muere, ay, se moja, Herminio, Herminio, qué pasa, esta no es mi perra rubia y tengo frío ahora, ésta que habla es Gloria, dónde estoy.
Qué.
Despertate, estás todo meado Herminio, mirá que estás viejo.
Qué pasó.
No sé, estarías soñando.
Voy a llamar a la enfermera que te cambie las sábanas.
Ah.
Vaya saber con qué habrás soñado, vos.
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