viernes, noviembre 21

On va le faire à la duc d'Aumâle

...es ya no poder decir que no, no dar lugar al fingimiento, ni siquiera negarse a esta incandescencia prostibularia que siento en las muñecas, en los tobillos, en la punta de los dedos porque se trata de pensar en eso: en lo que se siente con las muñecas y con los tobillos y con la última de las falanginas --ahí se encuentra la salvaguarda del desastre, de la batalla librada inútilmente cada vez que--.

Hay además una resignación del cuerpo inconfesable (inconfesables el cuerpo y la resignación), resignación a lo que ya no interesa ni al instinto puesto que el instinto está dormido o muerto. Entonces se aguanta con las extremidades flojas, con las articulaciones en continua negación del movimiento: lejos los tobillos, lejos las muñecas, distantes cada uno de mis dedos, a miles de kilómetros del vórtice; y una lengua que se busca a sí misma y el humo verde colándose para que después.

Después es un cansado retornar, un agobio de tempestad acabada, una vuelta atrás siempre en la misma esquina. O quedarse contemplando el tiempo, mirar el espacio que transcurre en el espacio y no cambia de forma. Después es recodar la misma pera roja dada vuelta, recordarla a la vez que extinguirse, extinguirme en el fango propio, mío, o de la pera caramelizada. Y habrá también la evocación de algún espasmo contenido, de algún beso como fruta que madura involuntaria, una fruta en cuya carne ya nadie hinca el colmillo ávido de azúcar y de jugos. Habrá nada más que una costumbre de leche derramada entre las piernas y después silencio y otra vez un cuándo fue que.

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