Ese día estabas contenta. En realidad vos siempre estabas contenta, pero la tarde en que nos vimos ahí en la esquina de esas dos calles que no vienen a cuento, no sé, tu cara era como la de un chico que acaba de meter el dedo en el dulce de leche sin que nadie lo vea, hasta hubiera pensado que venías de asaltar un tarro y que el lunar de tu mejilla no era un lunar sino una mancha de dulce. Pedimos café. Cortado con crema, dijiste ¿te acordás? no me gusta el café solo, es muy fuerte, me hace como un, y ahí frunciste la nariz para mostrarme que el café puro te daba eso: un inexplicable fruncimiento de nariz que te endulzaba la cara y que en ese momento me inquietó. Yo todavía no te conocía mucho. Parecías inquieta y pensé que era porque te daba vergüenza encontrarte así medio a escondidas de todo el mundo con un tipo como yo, pero no. Eso no te importaba, creo, hablabas rápido porque ese era tu ritmo natural, todo rápido, todo ahora, hablabas y hablabas y de repente, sin razón alguna te sobrevenía una de esas explosiones de silencio a las que tuve que acostumbrarme con el tiempo. Te quedabas mirando el sobrecito roto del azúcar durante no sé cuántos siglos y yo me quedaba mirándote a vos y estaba seguro de que alguien nos espiaba desde otra mesa porque, qué bárbaro un tipo tan grande con una piba tan pendeja, podría ser su, pero eso lo imaginé yo, porque la verdad es que nosotros dos no entrábamos en el universo de ninguna otra persona, éramos tan insustanciales como los remolinos desarmándose en la taza de café recién revuelto, de dónde me salen los prejuicios, pensaba, hoy creo que era más mi miedo de no saber qué hacer con vos, con tantas ganas que tenía de quererte, de guardarte. Te pregunté si no ibas a tomarte todo tu café y vos me respondiste que no, que se te había enfriado, que nunca terminabas el café: no importa cuál sea el tamaño de la taza dejo siempre la mitad, cuando era chica en casa me retaban porque nunca terminaba el chocolate ni el café con leche, ni la sopa, ni nada, mamá decía que no iba a crecer, que me iba a quedar chiquita y debilucha. Esas cosas te decía tu mamá y más o menos ¿eh Manuela? tu mamá tenía razón porque con veintiún años parecías de quince, y eso me hacía sentir todavía más incómodo, como un volatinero que estuviera intentando caminar con una copa de cristal puesta sobre su cabeza, sabiendo que si se le cayera no solo se rompería la copa sino que alguna otra desgracia ocurriría, algo terrible, innombrable, así de asustado estaba ese día en que nos encontramos, aunque aún yo no lo sabía y me consolaba pensando que en realidad eras vos la que no podía controlar sus nervios, que tu constante mover las manos atrapando el aire o tu manera de cambiar de posición en el asiento a cada rato eran señal inequívoca de que tenías miedo, de que la situación te incomodaba. Pero no. El que tenía pánico era yo.
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