viernes, agosto 1

Post de Prueba
Toda mi gratitud a la Ratta Cruel que, una vez más, me ha demostrado su grandeza y sus habilidades de campana sin badajo, que de esas hay pocas y resultan ser de inapreciable valor por su singular belleza y sonoridades extrañas.

Y aquel día Juan Pérez incorporóse entre frazadas, blanco y mañanitas y se dijo, por qué no, por qué no comenzar mi mandato con alguna hazaña prodigiosa de esas que dejan boquiabierta a media población y a la otra media temblando de admirado delirio. Levantó el auricular, cinco siete siete tres, Abelardo, ordene que trasladen el Obelisco a la Recoleta.
Inmediatamente.
Muchachos dónde lo dejamos.
Ponelo ahí nomás.

Y fue así que mientras sorbían su té Earl Grey bajo el gomero de La biela, Felicitas Peralta Ramilletes y su amiga Dolores Alazaga, vieron, espantadas como frente a la basílica de Nuestra Señora colocaban el infausto monumento. Allí dónde tantas veces habían conversado apacibles luego de los oficios del Domingo; allí donde a Felicitas le habían robado el primer beso lingual en una tarde de primavera y donde a Dolores, por vez primera también, algún muchacho ardiente le había deslizado los temblorosos dedos bajo una falda que no escondía más que piernas y orificios –porque de tanto en vez, Dolores extraviaba la bombacha en el camino–.

Allí estaba el Obelisco. Horror de horrores. Execrable aberración. Ya comenzaban a instalarse viandantes de toda clase y hasta una anciana que ofrecía pastelitos de dulce de batata. Más tarde se vería cómo Juan Pérez, el flamante y plebeyo Intendente de la ciudad estrellaría una botella de Champagne contra las paredes blancas y brindaría y aparecería en la TV, dejando boquiabierta a media población (Felicitas, Dolores) y a la otra media temblando de admirado delirio.

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