En busca del tiempo perdido
Un hombre:
Anónimo Zeta piensa, o lo intenta, tras los barrotes insalvables que le hablan de esa falsa libertad que otra vez tuvo, piensa: y mis hijos, los que conozco y los que no, y mis cientos de mujeres. Piensa: qué no daría ahora por dormir entre las piernas de aquélla o de la otra, y beberme de un golpe ese olor caliente a cuerpo de hembra, él lo piensa pero no lo piensa así, si no más bien qué no daría yo por cojer de verdad, y es que no aguanta más esa inmundicia de hombres encerrados. Anónimo Zeta se pregunta qué es este tiempo que no se pasa nunca, diferente al vértigo de la tierra clara que su nariz conoce y extraña y a veces no recuerda, diferente a decir éste o aquél, diferente a la impunidad de soplón de cuando era joven y se le notaba. Qué es esta lentitud de la que estoy hecho, piensa, pero no lo piensa así, si no más bien cuándo se terminará este día de mierda igual a los demás.
Una mujer:
Una vez creyó, no importa cuando, que ese era el final, supo que bastaba un segundo para que todo acabe en nada, para que el sentido que buscaba se le fuera de las manos sin jamás haberlo visto. Lo creyó con un revólver apuntándole la sien y fue un instante: se enteró de que esa eternidad con la que sueñan tantos es solamente un sueño y que ella misma era un pedazo de tiempo encerrado en un cuerpo intrascendente.
Un hombre:
Frank Joseph Montenegro es buscado por el FBI: huyó de San Francisco hace apenas cuatro días y gasta como puede las horas que no se pasan nunca: un día más, un día más sin que me encuentren los sabuesos. Pero tu sabes, Frank Joseph –y tú lo sabes bien– que has cometido un crimen asqueroso y repulsivo, que esa lascivia que hay en tu cara de cerdo no se oculta con nada, ni con barba, ni afeites ni melindres. Frank Joseph, puerco miserable, te persiguen. Hazte cargo de tu suerte, porque la de esos a quienes lastimaste, ya no es más que un patético transcurrir en la memoria.
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