Idiota, pero limpito.
Epicarmo se comió una pera al Grand Marnier. Cortó trocito a trocito y fue degustándola con paciencia, minuciosamente, como debe ser, para no mancharse con la salsita. Satisfecho como lo estaría una oveja luego de una tarde pastando a mandíbula suelta, pagó su cuenta y volvió a la oficina.
Epicarmo era prolijito y limpio. Porque de chiquito le habían enseñado a comer sin volcarse, sin mancharse y sin ensuciarse, así, ¿ves, Epi?, sin tirar, ¡muy bien Epi!¡muy bien!. Y de esta suerte las cosas eran más ricas y él se convertía en el nene más adorable y prolijito del planeta.
Epicarmo había dejado que este hábito se propagara a todas las áreas de su vida: nunca un ojalillo en las hojas de la carpeta del colegio, nunca un borrón, nunca una horrenda mancha de tinta. Epicarmo cumplía con las enseñanzas maternas al pie de la letra. De modo que cuando, por ejemplo, las urgencias del amor lo agobiaban, Epicarmo prefería mano y pañuelo a los efímeros espasmos que podría ofrecerle la caverna húmeda y sucia de alguna fémina enamorada. Epicarmo había aprendido que eso era antihigiénico y que no había nada más desprolijo y desordenado que las contorsiones y jadeos del amor. Quietecito y silencioso Epicarmo se vaciaba en el baño de la oficina, depués de haber estado contemplando durante todo el día el escote de Consuelo, la secretaria (pensar en el mullido espacio entre dos tetas era más pulcro que pensar en agujeros). Depaciosamente, sin salpicar y casi sin gemir llevaba a cabo su tarea: quien lo hubiera escuchado desde detrás de la puerta habría pensado en un cansancio de paloma, en una leve brisa de otoño, tan delicado y ordenado era. Luego se lavaba las manos con el jabón fragancia Jazmines de la Rivera que la empresa solícitamente colocaba para beneficio de sus empleados y se olía las manos repetidas veces. Cuando regresaba a su escritorio la secretaria pensaba “Este asqueroso habrá estado rascándose el culo y ahora se huele los dedos como si los tuviera bañados en Chanel No. 5” y repugnada, daba vuelta la cara dejando aún más al descubierto sus grandiosos atributos.
Era una lástima, que juzgaran a Epicarmo por lo que no era.
Ese día, como todos los días, Epicarmo entró a la oficina disimulando prolijamente un vaho de Grand Marnier que se le filtró desde las profundidades del estómago. Saludó a Consuelo con su sonrisa amable y civilizada y fue a vaciarse al baño, pañuelo en mano: le daba no sé qué dejar que sus fluidos entraran en contacto con el agua del inodoro.
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